viernes, 19 de noviembre de 2010

Compartimos un capitulo de una novela de HENRY JAMES

La Lección del Maestro

Por Henry James

(The Lesson of the Master) (1892)


1

 Le habían dicho que las señoras estaban en la iglesia, pero supo que no era así por lo que vio desde lo alto de las escaleras ‑descendían desde una gran altura en dos brazos, describiendo un círculo de un efecto encantador‑, en el umbral de la puerta que, desde la larga y clara galería, dominaba el inmenso jardín. Tres caballeros, sobre la hierba, a cierta distancia, se hallaban sentados bajo los grandes árboles, mientras que la cuarta figura lucía un vestido rojo que destacaba como un «poco de color» entre el verde fresco e intenso. El sirviente había acompañado a Paul Overt hasta presentarle esta escena, después de preguntar si deseaba ir primero a su habitación. El joven declinó tal privilegio, consciente de no haber sufrido deterioro alguno con un viaje tan corto y fácil y siempre deseoso de adueñarse de inmediato, por su propia percepción, de un nuevo escenario. Permaneció allí un momento, con los ojos en el grupo y en el cuadro admirable: los amplios terrenos de una antigua casa de campo próxima a Londres ‑eso sólo lo mejoraba‑, un espléndido domingo de junio.
 ‑Pero, esa dama, ¿quién es? ‑dijo al sirviente antes de que el hombre lo dejara.
 ‑Creo que es Mrs. St. George, señor.
 ‑Mrs. St. George, esposa del distinguido... ‑entonces Paul Overt se detuvo, dudando si este servidor lo sabría.
 ‑Sí, señor... Probablemente, señor ‑dijo su guía, que parecía querer indicar que un huésped de Summersoft sería, naturalmente, siquiera sólo por alianza, distinguido. Su tono, sin embargo, hizo que el pobre Overt apenas se sintiera así en ese momento.
 ‑¿Y los caballeros? ‑prosiguió Overt.
 ‑Verá, señor, uno de ellos es el General Fancourt.
 ‑Ah, sí, lo sé; gracias ‑el General Fancourt era distinguido, no había duda de ello, por algo que había hecho, o incluso quizá que no había hecho ‑el joven no recordaba cuál de las dos cosas‑ unos años antes en la India. El sirviente se marchó, dejando las puertas de cristal abiertas hacia la galería, y Paul Overt se quedó de pie en el nacimiento de la amplia escalera doble, diciéndose que el lugar era bonito y prometía una estancia agradable, mientras se apoyaba en la vieja barandilla de hierro finamente trabajada, que, al igual que el resto de los detalles, era del mismo período que la casa. Todo estaba acorde y hablaba al unísono, con una voz única: una rica voz inglesa de comienzos del siglo XVIII. Podía haber sido la hora de ir a la iglesia de un día de verano en el reinado de la reina Ana; la quietud era demasiado perfecta para ser moderna, la cercanía contaba como distancia, y había algo muy fresco y seguro en la originalidad de la casa grande y uniforme, en la superficie de los preciosos ladrillos más rosados que rojos y que habían sido despejados de desaliñadas plantas trepadoras, según la ley por la que una mujer de cutis poco común desdeña un velo. Cuando Paul Overt se dio cuenta de que los que estaban bajo los árboles habían advertido su presencia, dio media vuelta y por las puertas abiertas penetró en la gran galería que era el orgullo del lugar. Cruzaba de lado a lado y, con sus colores intensos, las altas ventanas, las zarazas de flores desvaídas, los retratos y cuadros de fácil reconocimiento, la porcelana azul y blanca de las vitrinas y las guirnaldas y rosetones sutiles del techo, parecía una alegre avenida tapizada que llevara al otro siglo.
 Nuestro amigo se sentía ligeramente nervioso; eso estaba acorde con su carácter de estudioso de la bella prosa, acorde con la disposición general del artista para vibrar; y había una particular emoción en la idea de que Henry St. George pudiera ser un miembro del grupo. Para el joven aspirante había seguido siendo una elevada figura literaria, a pesar del menor nivel de producción al que había descendido tras sus tres primeros grandes éxitos, de la relativa ausencia de calidad en su obra posterior. Había habido momentos en que Paul Overt casi había derramado lágrimas por ello; pero ahora que se encontraba cerca de él ‑nunca lo había visto‑ sólo tenía conciencia de la hermosa fuente original y de su propia e inmensa deuda. Tras haber recorrido la galería una o dos veces, volvió a salir y descendió por la escalera. Se hallaba apenas provisto de cierta osadía social ‑era una verdadera debilidad en él‑ de modo que, consciente de su falta de familiaridad con las cuatro personas distantes, dio paso a unos movimientos recomendados por el hecho de no haberse visto comprometido a un claro acercamiento. Había en eso una exquisita rigidez inglesa: él también la sintió mientras seguía un curso vago y oblicuo por el césped, tomando un rumbo independiente. Por fortuna había una claridad inglesa igualmente exquisita en la manera en que uno de los caballeros se levantó y se dispuso como a «acecharlo», si bien con aire conciliador y de afianzamiento. Paul Overt respondió de inmediato a tal gesto, aunque el caballero no fuera su anfitrión. Era alto, erguido y mayor y, como la gran casa misma, tenía una cara sonriente y rosada, y, además, un bigote blanco. Nuestro joven le salió al encuentro mientras el hombre decía sonriendo:
 ‑Eh... Lady Watermouth nos dijo que usted venía; me pidió que sólo lo cuidara ‑Paul Overt le dio las gracias, con lo que le resultó grato al momento, y se volvió con él para dirigirse hacia los otros‑. Todos se han ido a la iglesia... todos menos nosotros ‑continuó el extraño mientras andaban‑; estamos ahí sentados, es un lugar tan alegre. ‑Overt declaró que era alegre en verdad: era un lugar encantador. Comentó que estaba sintiendo tan agradable impresión por primera vez.
 ‑Ah, ¿no había estado aquí nunca? ‑dijo su acompañante‑. Es un bonito rincón, no hay mucho que hacer, ¿sabe? ‑Overt se preguntó qué era lo que quería «hacer»; a él, en particular, le parecía estar haciendo tanto. Cuando llegaron a donde se hallaban los demás, ya había reconocido a su iniciador como a un militar y ‑así trabajaba la imaginación de Overt‑ lo había encontrado aún más simpático. Tendría una necesidad natural de acción, de hechos que desentonaran con la pacífica escena pastoril. Sin embargo, tenía evidentemente tan buen carácter, que aceptaba por lo que valía una ocasión tan desprovista de gloria. Paul Overt la compartió con él y sus acompañantes durante los veinte minutos siguientes; esas personas lo miraron y él las miró sin saber muy bien quiénes eran, mientras la convesación continuaba sin que ni siquiera supiera qué significaba. La verdad es que parecía no significar nada en particular; transcurría, con pausas intrascendentes sin sentido y cortos vuelos terrestres, entre nombres de personas y lugares, nombres que, para nuestro amigo, no tenían gran poder de evocación. Todo era sociable y lento, lo propio y natural de una cálida mañana de domingo.
 Dedicó su primera atención a la pregunta, planteada para sí mismo, de si uno de los dos hombres más jóvenes sería Henry St. George. Conocía a muchos de sus distinguidos contemporáneos a través de sus fotos, pero nunca, como solía ocurrir, había visto un retrato del gran novelista descarriado. Era inimaginable de uno de los caballeros: demasiado joven; y el otro apenas parecía lo bastante inteligente, con unos ojos tan mansos y poco discernidores. Si esos ojos fueran los de St. George, el problema que plantearían los elementos inarmónicos de su genio sería aún más difícil de resolver. Además, el comportamiento de su dueño no era, respecto a la dama del vestido rojo, el que pudiera ser natural hacia la esposa de su corazón, incluso para un escritor acusado por varios críticos de sacrificar demasiado a la forma. Por último, Paul Overt tuvo la vaga sensación de que, si el caballero de ojos inexpresivos fuera el dueño del nombre que había hecho que su corazón latiera más de prisa (también tenía unas convencionales y contradictorias patillas; el joven admirador de la celebridad nunca se había forjado la visión mental de la cara de él en marco tan vulgar), le habría hecho una señal de reconocimiento o de cordialidad, habría oído hablar un poco de él, sabría algo de Ginistrella, se habría percatado de cómo esa nueva obra había llamado la atención de la verdadera crítica. Paul Overt tenía miedo de ser demasiado orgulloso, pero incluso una modestia mórbida podría considerar la autoría de Ginistrella como un grado de identidad. Su soldadesco amigo dio las explicaciones necesarias: él era «Fancourt», pero también era «el General», y en unos pocos instantes comunicó al nuevo visitante que acababa de regresar después de veinte años de servicio en el extranjero.
 ‑¿Y se queda ahora en Inglaterra? ‑preguntó el joven.
 ‑Oh, sí; he comprado una pequeña casa en Londres.
 ‑Espero que le guste ‑dijo Overt mirando a Mrs. St. George.
 ‑Una casita en Manchester Square... el entusiasmo que eso inspira tiene un límite.
 ‑Me refería a estar en Inglaterra otra vez, a estar de vuelta en Piccadilly.
 ‑A mi hija le gusta Piccadilly, eso es lo principal. Es muy aficionada al arte, la música y la literatura y a todo ese tipo de cosas. Lo echaba de menos en la India y lo encuentra en Londres, o espera encontrarlo. Mr. St. George ha prometido ayudarla, ha sido amabilísimo con ella. Ha ido a la iglesia, también es aficionada a eso, pero todos estarán de vuelta dentro de un cuarto de hora. Debe permitirme que se la presente, se alegrará tanto de conocerlo. Es posible que haya leído cada bendita palabra que ha escrito usted.
 ‑Estaré encantado, no he escrito tantas ‑suplicó, sintiendo, sin resentimiento, que el General, al menos, era la vaguedad misma a ese respecto. Pero le extrañaba un poco que, expresando esa cordial disposición, no se le ocurriera al sin duda eminente soldado pronunciar la palabra que lo pusiera en relación con Mrs. St. George. Si era cuestión de presentaciones, Miss Fancourt ‑al parecer aún soltera‑ se encontraba lejos, mientras que la esposa de su ilustre confrère se hallaba casi entre ellos. A Paul Overt esta dama le pareció bella en conjunto, con una sorprendente juventud y una suprema elegancia de aspecto, algo que ‑difícilmente podría explicar por qué‑ provocaba desconcierto. Desde luego, Saint George tenía todo el derecho a poseer una esposa encantadora, pero él mismo no habría imaginado nunca a la importante mujercita del agresivo vestido parisino como a la compañera de por vida, el alter ego, de un hombre de letras. En general, esa compañera, lo sabía, ese segundo yo, distaba mucho de presentarse a sí misma como un tipo sencillo: la observación le había enseñado que no era inveterada ni necesariamente simple. Nunca la había visto dar más la impresión de que su prosperidad tenía cimientos más profundos que una mesa manchada de tinta y cubierta de pruebas de imprenta. Mrs. St. George podría haber sido la mujer de un señor que más que escribir libros los «llevara», que anduviera con grandes negocios en la City y cerrara tratos mejores de los que generalmente cierran con sus agentes los poetas. Con esto, ella daba a entender un éxito más personal, un éxito que de manera peculiar marcaba la era en que la sociedad, el mundo de la conversación, es un gran salón con la City por antesala. Al principio Overt le calculó unos treinta años, y terminó por creer que podría estar acercándose a los cincuenta. Pero en este caso la mujer hacía desaparecer de alguna manera el exceso y la diferencia, que podían vislumbrarse sólo rara vez, tal como el conejo en la manga del mago. Era extraordinariamente blanca, y cada uno de sus rasgos y detalles era bello; los ojos, las orejas, el cabello, la voz, las manos, los pies ‑a los que su postura informal en la silla de mimbre brindaba lugar destacado‑ y las numerosas cintas y chucherías de que se hallaba engalanada. Daba la impresión de que se había puesto su mejor vestido para ir a la iglesia y después había decidido que era demasiado bueno para eso y se había quedado en casa. Contó una historia de cierta extensión sobre la ruín manera en que Lady Jane había tratado a la duquesa, y también una anécdota en relación con una compra que había hecho en París, a su regreso de Cannes; la había hecho para Lady Egbert, quien no llegó a devolver el dinero. Paul Overt sospechó de ella una tendencia a imaginarse gente importante más grande que la vida, hasta que advirtió la manera en que manejaba a Lady Egbert, con una rebeldía tan acentuada que lo tranquilizó. Creía que habría podido comprenderla mejor si hubiera logrado encontrar sus ojos; pero ella apenas llegó a mirarlo.
 ‑¡Ah, aquí vienen... los buenos! ‑dijo por fin; y Paul Overt admiró desde su lugar el regreso de los fieles, varias personas, en grupos de dos y tres, que avanzaban entre un fluctuar de luz y sombra, al final de la gran avenida verde que formaban el césped cortado y un túnel de ramas.
 ‑Si con eso quiere dar a entender que nosotros somos malos, protesto ‑dijo uno de los caballeros‑, ¡después de haber estado uno haciéndose el simpático toda la mañana!
 ‑Ah, ¡si es que los demás lo han encontrado simpático..! ‑exclamó alegremente Mrs. St. George‑. Pero si nosotros somos buenos, los otros lo son más.
 ‑Entonces deben ser unos ángeles ‑dijo el General, divertido.
 ‑Su marido fue un ángel, hay que ver cómo se marchó cuando usted se lo ordenó ‑declaró a Mrs. St. George el caballero que había hablado primero.
 ‑¿Que se lo ordené?
 ‑¿No lo hizo ir a la iglesia?
 ‑En mi vida le he ordenado que haga nada excepto una vez, cuando lo hice quemar un mal libro. ¡Eso es todo!
 Con su «eso es todo» nuestro joven amigo estalló en una risa incontenible; sólo duró un segundo, pero atrajo los ojos de ella. Él los sostuvo, mas no el tiempo suficiente para ayudarlo a entenderla mejor; a no ser que supusiera un paso adelante el comprender al momento que el libro quemado ‑¡de qué manera aludió a él!‑ había sido una de las mejores cosas de su marido.
 ‑¿Un mal libro? ‑repitió su interlocutor.
 ‑No me gustaba. Fue a la iglesia porque iba su hija ‑dijo al General‑. Considero mi deber llamar su atención hacia las extraordinarias atenciones que tiene para con su hija.
 ‑Si a usted no le importa, a mí tampoco ‑rió el General.
 Il is'attache à ses pas. Pero no me extraña, es encantadora.
 ‑¡Espero que ella no lo obligue a quemar ningún libro! ‑se aventuró a exclamar Paul Overt.
 ‑Sería más oportuno que lo hiciera escribir alguno ‑dijo Mrs. St. George‑. ¡Ha estado tan vago últimamente...!
 Nuestro joven le clavó la mirada: lo impresionaba la fraseología de la dama. Su «escribir alguno» le pareció casi tan bueno como su «eso es todo». ¿Es que no sabía, como mujer de un artista poco común, lo que costaba producir una obra de arte perfecta? En su interior estaba convencido de que, por muy admirablemente que escribiera Henry St. George, durante los últimos diez años, en especial los últimos cinco, había escrito demasiado, y hubo un instante en el que sintió la exigencia interior de hacer esto público. Pero antes de que hablara, el regreso de los que se habían ausentado produjo una desviación. Se acercaron de manera dispersa ‑eran ocho o diez‑ y el círculo de debajo de los árboles se reorganizó cuando se instalaron en él. Lo hicieron mucho mayor, y Paul Overt sintió ‑siempre estaba sintiendo ese tipo de cosas, como se decía a sí mismo‑ que si ya había resultado interesante observar a los demás, ahora el interés se intensificaría. Estrechó la mano de su anfitriona, quien le dio la bienvenida sin muchas palabras, al estilo de una mujer capaz de confiar en que él entendería, y consciente de que una ocasión tan agradable habla por sí misma en todos los sentidos. Ella no le ofreció ninguna facilidad especial para que se pusiera a su lado, y cuando todos se hubieron acomodado de nuevo, se encontró aún junto al General Fancourt, y con una dama desconocida al otro lado.
 ‑Esa es mi hija, ésa de enfrente ‑dijo el General sin pérdida de tiempo. Overt vio a una chica alta, de magnífico pelo rojizo, con un vestido de un bello tono verde grisáceo y una sedosa caída, una prenda que claramente eludía todo efecto moderno. Por tanto, tenía en cierto modo el sello de la última novedad, y nuestro observador no tardó en considerar a la joven como a una persona contemporánea.
 ‑Es muy hermosa, muy hermosa ‑repitió mientras la estudiaba. Había algo noble en su cabeza, y ofrecía un aspecto fresco y fuerte.
 Su buen padre la observó con complacencia, comentando en seguida:
 ‑Da la impresión de estar acalorada... eso es el paseo. Pero pronto se recuperará. Entonces haré que se acerque y hable con usted.
 ‑Sentiría causarle esa molestia. Si usted me llevara allí. ‑murmuró el joven.
 ‑Mi querido señor, ¿supone usted que eso me molestaría? No lo digo por usted, sino por Marian ‑añadió el General.
 Yo me tomaría la molestia por ella al instante ‑replicó Overt; después de lo cual continuó‑: ¿Será tan amable de decirme cuál de esos caballeros es Henry St. George?
 ‑El tipo que está hablando con mi hija. Caramba, está flirteando con ella. Se van a dar otro paseo.
 ‑Ah, ¿es ése, de verdad? ‑nuestro amigo sintió cierta sorpresa, pues el personaje que había ante él parecía turbar una visión que había sido vaga sólo por no estar enfrentada con la realidad. En cuanto la realidad se hizo patente, la imagen mental, retirándose con un suspiro, se hizo lo bastante sustancial como para sufrir un leve agravio. Overt, que había pasado una parte considerable de su corta vida en el extranjero, hizo ahora, mas no por vez primera, la reflexión de que, mientras que en esos países casi siempre había reconocido al artista y al hombre de letras por su «tipo» personal, la forma de su cara, el carácter de su cabeza, la expresión de su figura, e incluso los indicios que presentaba su ropa, en Inglaterra esta identificación era lo menos lógica posible gracias a la mayor conformidad, al hábito de hundir la profesión en lugar de anunciarla, a la difusión general del aire del caballero, del caballero que no se declara a favor de un tipo especial de ideas. Más de una vez, al volver a su país, se había dicho con respecto a la gente que había conocido en sociedad: «Se los ve en este y ese lugar, e incluso se habla con ellos; pero para averiguar lo que hacen habría que ser detective.» Con respecto a varios individuos por cuyo trabajo sentía lo contrario de una «atracción» ‑quizá se equivocaba‑ se encontró añadiendo: «No me extraña que lo oculten... cuando es tan malo.» Notó que con más frecuencia que en Francia y Alemania su artista parecía un caballero ‑es decir, un caballero inglés‑ mientras que, por supuesto con algunas excepciones, su caballero no parecía un artista. St. George no era una de las excepciones; esa circunstancia la percibió con certeza antes de que el gran hombre se diera vuelta para alejarse con Miss Fancourt. Desde luego tenía mejor aspecto por detrás que cualquier hombre de letras extranjero, se mostraba bellamente correcto con su chistera negra y su levita de calidad superior. En cierto modo, no obstante, esas mismas prendas ‑no le hubieran importado tanto en un día laborable‑ a Paul Overt le resultaban desconcertantes, y olvidó por el momento que el cabeza de la profesión no estaba vestido ni un poco mejor que él. Había vislumbrado una cara regular, un color fresco, un bigote castaño, y un par de ojos a los que seguramente nunca había visitado el frenesí, y se prometió a sí mismo que estudiaría estas señales en la primera ocasión. La impresión superficial que recibió fue que su propietario podría haber pasado por un caballero que se dirigiera con rumbo este cada mañana desde las salubres afueras, en un elegante dog‑car. Ello confirmaba la impresión que ya había producido su esposa. La mirada de Paul, tras un momento, volvió a dirigirse a esta dama, y vio que la de ella había seguido a su marido mientras se alejaba con Miss Fancourt. Overt se permitió preguntarse un poco si sentía celos cuando otra mujer se lo llevaba. Entonces vio que Mrs. St. George no estaba observando a la indiferente doncella. Sus ojos descansaban sólo en su marido, y con una serenidad inequívoca. Así quería ella que fuera él, le gustaba su uniforme convencional. Overt deseó saber más cosas del libro que ella le había inducido a destruir.

De la novela "La lentitud" de Milan Kundera,capitulos que de manera breve sintetizan el mundo.


LA LENTITUD




MILAN KUNDERA

MILÁN KUNDERA


















                                    LA LENTITUD

Traducido del francés por Beatriz de Moura


 
1
Se nos antojó pasar la tarde y la noche en un castillo. En Francia, muchos se han con­vertido en hoteles: un espacio perdido de ver­dor en una extensión de fealdad sin verdor; una parcela de alamedas, árboles y pájaros en medio de una inmensa red de carreteras. Voy conduciendo y, por el retrovisor, observo un coche que me sigue. El intermitente izquierdo parpadea y todo el coche emite ondas de im­paciencia. El conductor espera la ocasión para adelantarme; aguarda ese momento como un ave de rapiña acecha un ruiseñor.
Vera, mi mujer, me dice: «Cada cincuenta minutos muere un hombre en las carreteras de Francia. Mira todos esos locos que conducen a nuestro alrededor. Son los mismos que se muestran extraordinariamente cautos cuando asisten en plena calle al atraco de una viejecita.
¿Cómo es que no tienen miedo cuando van al volante?».
¿Qué contestar? Tal vez lo siguiente: el hombre encorvado encima de su moto no puede concentrarse sino en el instante pre­sente de su vuelo; se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra mane­ra, está en estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer, nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo, porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer.
La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser ve­loz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se en­trega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí mis­ma, velocidad éxtasis.
Curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta, especie de apparatchik del erotismo, que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra «orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano pro­yectado en la vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito a un obstá­culo que hay que superar lo más rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y del universo.
¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgaza­nes de las canciones populares, esos vagabun­dos que vagan de molino en molino y duer­men al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que con­templan las ventanas de Dios no se aburren; son felices. En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación, lo cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se abu­rre, busca constantemente el movimiento que le falta.
Miro por el retrovisor: siempre el mismo coche que no consigue adelantarme por culpa del tráfico en sentido contrario. Al lado del conductor va una mujer; ¿por qué el hombre no le cuenta algo gracioso?, ¿por qué no des­cansa una mano en su rodilla? En lugar de eso, maldice al automovilista que, delante de él, no avanza lo bastante rápido; tampoco la mujer piensa en tocar al conductor con la mano, conduce mentalmente con él, y ella también me maldice.
Entretanto pienso en aquel otro viaje de París a un castillo en el campo, que tuvo lugar hace más de doscientos años, el viaje de Madame de T. y el joven caballero que la acom­pañaba. Es la primera vez que están tan cerca el uno del otro y la indecible atmósfera de sensualidad que les envuelve nace precisa­mente de la lentitud de la cadencia: mecidos por el movimiento del carruaje, los dos cuerpos se rozan, primero sin querer, luego querién­dolo, y se traba la historia.

 
2
En una novela corta, Vivant Denon narra lo siguiente: un gentilhombre de veinte años está una noche en el teatro. (No se mencionan ni su nombre ni su título, pero me lo imagino caballero.) En el palco de al lado ve a una dama (la novela nos da tan sólo la primera letra de su nombre: Madame de T.); es amiga de la con­desa de la que es amante el caballero. Madame de T. le propone que le acompañe después del espectáculo. Sorprendido por este comporta­miento decidido y tanto más confundido cuanto que conoce al favorito de Madame de T., un tal Marqués (nunca sabremos su nom­bre; entramos en el mundo de lo secreto, allí donde no hay nombres), el caballero, sin en­tender nada, se encuentra en el carruaje al lado de la hermosa dama. Tras un viaje grato y pla­centero, el carruaje se detiene en el cam­po ante la escalinata del castillo, donde, som­brío, les recibe el marido. Cenan los tres en una atmósfera siniestra y taciturna; luego, el marido les ruega que le excusen y los deja a solas.
En ese momento empieza la noche para ellos: una noche compuesta como un tríptico, una noche, un recorrido en tres etapas: pri­mero pasean por el parque; a continuación ha­cen el amor en un pabellón; y, por fin, siguen amándose en una alcoba secreta del castillo.
Al alba, se separan. Al no poder encontrar su habitación en el laberinto de pasillos, el caba­llero vuelve al parque, donde, sorprendido, en­cuentra al Marqués, el mismo que él sabe que es amante de Madame de T. El Marqués, que acaba de llegar al castillo, le saluda alegre­mente y le cuenta la razón de la misteriosa invitación: Madame de T. necesitaba una ta­padera para que su marido no sospechara del Marqués. Satisfecho de que la mistificación haya salido bien, se mofa del caballero obli­gado a cumplir tan ridícula misión de falso amante. Este, cansado tras la noche de amor, vuelve a París en la calesa que le ofrece, agra­decido, el Marqués.
Con él título de Point de lendemain, la no­vela se publicó por primera vez en 1777; el nombre del autor fue reemplazado (ya que nos encontramos en el mundo de lo secreto) por siete enigmáticas mayúsculas: M.D.G.O.D.R., en las que, si se quiere, podría leerse: «Monsieur Denon, Gentilhombre Ordinario Del Rey». Más tarde, con una tirada reducida y del todo anónima, volvió a publicarse en 1779, antes de reaparecer al año siguiente con el nombre de otro escritor. Nuevas ediciones vie­ron la luz en 1802 y en 1812, siempre sin el verdadero nombre del autor; por fin, después de caer en el olvido durante casi medio siglo, volvió a aparecer en 1866. A partir de enton­ces, se le atribuyó unánimemente a Vivant Denon y, a lo largo de nuestro siglo, fue cose­chando cada vez mayor gloria. Hoy se sitúa entre las obras literarias que parecen represen­tar mejor el arte y el espíritu del siglo XVIII.


LA POESÍA HERMÉTICA Y ESCATOLÓGICA  DE RONY BONILLA
 Por Dr. Galel Cárdenas Amador

De la muerte al Amor”
I



Si hacer poesía es la más culpable de todas las ocupaciones del hombre, entonces significa que se le ha otorgado el más peligroso de los bienes  por que su fin ulterior es descubrir esas esencias primordiales que configuran el pensamiento y la intuición.

Y es que el poeta debe mostrar lo que es el hombre, o sea que debe patentizar su existencia misma, su pertenencia a la tierra y su aprendizaje de todas las cosas materiales y espirituales, por cuanto en ellas,  se percibe su auténtica realización en tanto libertad y totalidad del ser.

El poeta al hablar (poetizar) crea un lugar abierto para  descubrir lo oculto y cubrir, a veces,  lo manifiesto, lo superficial, a fin de  darle la profundidad que merece el mundo  objetivo y subjetivo. El hablar del poeta, es el planteamiento del diálogo, que es el uno y es el otro, en completa comunión, conmunis diría Ernesto Cardenal.

Y es que el diálogo en la unidad del otro y del uno refleja la existencia misma.  Pero el poeta debe llegar a la esencia de la poesía, que es determinar el curso del reino del lenguaje, puesto que al nombrar instaura el ser y la esencia del as cosas.

La poesía entonces nace del silencio pero recupera la realidad transformándola, proponiéndola como un ente nuevo y extraño que sorprende al lector y lo atrapa. Todo lo que el poeta toca se vuelve lenguaje con silencio y sin silencio, con ritmo y melodía.  Por que en época de modernidades, globalizaciones y de informáticas, la poesía tiene que  devolver a la sociedad el sentido que se pierde en la confusión de la vorágine propia  del hedonismo.

La escritura poética pervive con ciertas dificultades  en  la sociedad actual, por cuanto la  palabra pierde solidez, ceremonia y ritual, y  porque  giramos en derredor de la imagen,  y no del signo lingüístico y su sentido.

La significación está siendo escamoteada por la realidad virtual, al poema le toca entonces emitir las luces del sentido que poseen las cosas, los sentimientos , las intuiciones, los sueños, las esperanzas, las contradicciones, las dicotomías del mundo real y del mundo irreal, en fin, todo aquello que ha sido arrebatado por la ausencia . Le toca a la poesía el parpadeo, establecer la significación final, la conjunción entre el tú y el yo. Poner la palabra en la palabra, la significación en el verso, la entonación en la sílaba, tenemos que recuperar la otredad, la capacidad de vislumbrar mundos nuevos. La tribu necesita de la palabra, la colectividad necesita de la poesía, necesita del testimonio humano, del desgarramiento y del balbuceo.




II

Y he aquí entonces que surge la poesía de Rony Bonilla, en el concierto  de la literatura nacional  como una ”cosecha de claveles y de rosas, zafiro y basalto en el umbral”  donde…”el mar revienta golondrinas en los riscos”..

Rony Bonilla (Choluteca,1956),  es un  escritor que decidió dar vuelta a la hoja de su currículo, cambiar el género en su producción, o mas bien cultivar otra rama de la literatura, después de realizar una excelente incursión por el cuento.

Su  primer texto de poesía “De la Muerte al amor” constituye una especie de deconstrucción de su trabajo literario narrativo para erigir un nuevo edificio estético, el de  la poesía.

Esa poesía que Octavio Paz la define como conocimiento, salvación, abandono, operación capaz de cambiar el mundo y que es oración, letanía, presencia, exorcismo, magia, sublimación, condensación, nostalgia, juego, caracol donde suena la música, revelación, lengua que ostenta todos los rostros; esa poesía es precisamente el nuevo sendero estético que ha escogido nuestro escritor.

Uno de los códigos asumidos por Rony  Bonilla es precisamente el barroquismo de la imagen, en donde los iconos reencarnan un claro oscuro en el símbolo del poema que se enmascara, con una especie de artificio metafórico que cierra los espacios de la racionalidad para darle paso a la ambigüedad y al sustracción del significado primario.

Los ejes transversales de su poesía son la muerte y el amor que surcan el sendero  de su constructo al revés de toda ruta, es decir la meta está al inicio y el arranque al final, en una especie de contra lógica, donde la expiración o la defunción vital parecen constituir una cuadrícula existencial, por cuanto se desarrollan percepciones de un ser para la muerte para luego desembocaren un ser para el amor.

Las imágenes elaboradas por Rony  Bonilla están determinadas por una especie de racionalidad ligada al surrealismo, pues utiliza siempre extrañas combinaciones de palabras que van pintando mundos alambicados.


III

Un breve repaso por una parte de su producción poética puede mostrarnos algunos de los acertos que hemos planteado en los párrafos anteriores.

El Barroquismo de la imagen puede indagarse en algunos poemas.

El poema Reverberación (el DRAE define la palabra reverberar como el reflejo de la luz en una superficie bruñida) refiere a todos los tiempos, es decir la eternidad,  desde donde el yo poético desciende del árbol maravilloso o estupendo como si fuera un fruto de almendro que pisa la tierra. El yo poético, (siempre convertido en alter ego del autor, o en ocultamiento de la conciencia), es tirado por suaves vientos mientras  avanza sobre  caminos divididos  en dos ramales, entre tanto,  sus alas de insecto esconden su sombra. La tercera estrofa del poema refiere exactamente al sentido significativo del título, pues,   el límite visual de la superficie  es un espejo amplio, donde el cuerpo se descompone en la reverberación de la hierba, en el reflejo del manto verde, por eso el llano que es el horizonte mismo, es testigo de su declinación y de su fantasmagoría. 

Como puede verse el barroquismo de esta imagen total del poema está presente en el alambicamiento y distorsión de una complicada trama que implica la vida convertida en vanidad reflejada en el aliento del llano  que no es otra cosa que el horizonte.

El poema Los muertos está antecedido por un epígrafe de Cicerón que manifiesta no querer  morir, sin embargo la muerte como tal le es indiferente. En cuatro estrofas, el poema expresa una especie de caracterización de los muertos, pues ellos son videntes que ven sombras en el  sol, al tiempo que la fe piensa en hacer algo con el deseo de la dicha propia de los que no ven, es fe o creencia se mece en la seda de las arañas.

A veces pudiera decirse,  en este barroquismo, que una narrativa poética surrealista se introdujera en los intersticios o ranuras de los versos que susurren sin querer tocar el objeto mismo del poema.

Por ejemplo, en el verso “Las aves sobrevuelan la memoria de osamentas” es un microfilm, una escena aparentemente normal, pero profundamente surrealista, por que las aves no sobrevuelan las osamentas, sobrevuelan la memoria, una historia abstracta, un resumen del relato del mundo, de la vida, etc.

Y es que son muertos vivientes que tienen la mirada perdida, o en los pocos recuerdos de sus herederos. Los cadáveres danzan en la fertilidad de la tierra.  Pero, he aquí que, o la sorna aflora en el poema, o la ternura avanza sobre su decurso, por que “un pequeño amor lleva flores al mundo de los muertos”. Todo ello describe una escena eminentemente surrealista,

La escena poética que describe al yo testigo, dice que está en el hueco del horizonte y que cuando muere vive como si fuera un ramillete de una viuda  que tiene un sentimiento grato expresado con radiante rostro que está prendido en el pecho.

Nada hay más narrativo que el poema La muerte del sueño, nada más que estamos ante una descripción donde las acciones son inconexas como racontos de un filme para producir finalmente una significación escatológica.

Este poema está conformado por siete estrofas.  Analicemos cada una de ellas:
Un cenzontle duerme abrazado por una nube verde, mientras las sedas  besan sus dedos, entre tanto, el silencio guarda su mundo; una leve armonía de fuentes ambulantes vuela, así que  la bruma abriga la caída de la noche  en las hojas, que son la fortuna del cenzontle; en la tarde seca, el cuervo transmite instrucciones a sus ángeles, mientras tanto la batuta de un maestro teje una música oscura; danza el bisturí vestido con sangre antigua y se mueve como mariposa  que es el romance del jardín, según sueña el cenzontle; diseccionan su garganta, después cortan sus alas y sacan sus ojos, las plumas quedan en el aire y la música sigue; como tortugas le comen el corazón  de verdes fibras; el cenzontle yace entre las púas inventadas por que quiso escapar.

Cada una de las estrofas describe diferentes escenas que como en una obra de teatro, al ser unidas entre sí producen el sentido general del mundo representado. El cenzontle que es música es degollado y desplumado, al tiempo que le devoran el corazón, por eso yace en sus propios sacrificios por que a lo mejor quiso escapar de sí mismo.

En estos poemas asistimos a un entrecruce de tono narrativo con construcción poética, donde se configura un universo abigarrado, barroco,  en el que se trasponen imágenes de poesía codificada.

El poema Sur de noviembre contiene las mismas características escatológicas, barrocas y plenas de una supra realidad; configurado en tres estrofas, podemos inferir, usando el mismo mecanismo anterior, lo siguiente: un manto violáceo se cierne sobre a hierba, al mismo tiempo, las campanas cantan a los muertos al ritmo de un músico  que lanza al viento los sonidos de su acordeón. El yo poético, testimonial, quiere que le griten si abraza el color de las flores de noviembre en el camino entre zarzas sin sangre; en la segunda estrofa pide que le griten si puede enredarse en la maleza y comer frutos de la tierra, si respira el rocío y si siente los aguijones en los pies, si puede ver el sol y el horizonte que engulle la claridad del día; pero, sobre todo, y ya en la tercera  estrofa, pide que le digan si puede amar y embriagarse con la lluvia de octubre, o si sólo es una galantería que adorna su tumba.

El poema Sur de noviembre refleja un diálogo que se produce desde la tumba hacia la naturaleza exterior. He aquí el carácter escatológico de su poesía que está  escrita bajo los mecanismos estéticos de un barroquismo contemporáneo del cual son muchos los representantes que podemos inferir de la poesía latinoamericana como Octavio Paz, José Antonio Lima, o el mismo Edilberto Cardona Bulnes y Antonio José Rivas, en Honduras.

Como habíamos expresado anteriormente, es más fácil pasar del amor a la muerte, como un proceso que implica la cotidianeidad misma, donde ubicamos casi siempre esta evolución.

Así que, nos encontramos con que el último poema denominado Del amor inicia con una palabra que implica dulzura y sencillez : “Cándido aroma en las hojas del ébano”; y es también “gota de miel en su sombra”. Contrario a los escenarios sombríos y retorcidos de los primeros poemas  de Bonilla, este último poema transpira optimismo, luz, claridad y esperanza: “Espiga de sol atravesando mi noche,/ revive mi espíritu en huesos fortalecidos”.  El amor acá es “Colmena estampada en mis carnes” y además  “el amor  limpia mi sangre pantanosa”, es decir la imagen de la dulzura logra higienizar su sangre empatanada. Más adelante, en la tercera estrofa el poeta describe a uno de los sentimientos más sublimes de la humanidad como “epifanía del delirio” y como  “condensada espuma en la plenitud del astro”. Finaliza el poema con el verso siguiente: “Que el furor se amalgame en nuestras bocas”. El discurso poético que se describe plantea que el amor es además de dulce, un delirio que se condensa en la altura del astro que lo embriaga y lo arroba hasta conducirlo al furor.

Este mismo sentimiento, en el poema Cielo, se convierte en “tiernos lirios “ que se posan en los bordes purpurados. En el poema Colibrí describe al amor como una “flor amanecida”.

Pero también este sentimiento  podría ser social y solidario, como resulta expresado en el poema Resonancia, donde se respira un ambiente de denuncia y en donde Disney World y Bagdad son las “resonancias del tumor en la orquídea” mientras el poeta sobrevive como una escama en el pacífico sur, que es precisamente, su única forma de vida y de resistencia, en clara alusión al dominio del imperio que padecen los pueblos americanos.

Su poema Blanco y Negro maneja una denuncia social que conlleva cierta sutileza, cierta delicadeza no en la frase poética, si no en el uso de algunas palabras de directa alusión como por ejemplo: “pobreza alzada en la conciencia del reino” o en “Niño que habitas cardinales canteras” o en “comerciante de la carne y de las almas”, versos cuya retórica es bastante  disminuida.

La poesía de Rony Bonilla remite inmediatamente a la dicotomía entre la muerte y el amor, entre el ser y la nada,  en ese contraste, el lector pasa de lo escatológico al tema amoroso, y percibe que el autor de este libro quiso  proponer una ruta donde la muerte fuese la piedra angular de unos escalones que pasan por el mundo fantasmagórico, pleno de sombras y contornos diluidos para luego asomarse a un mundo de claridad y plenitud.

En este sentido se vislumbra una cierta coincidencia entre el inicio de la Divina Comedia Danteana  cuyo recorrido se inicia en el infierno, transita por el purgatorio y llega hasta la gloria, que es el lugar de la Rosa Justa,donde todo es claridad, luz y entendimiento.

Nada tan reconfortante que encontrar un poeta como Rony Bonilla preocupado por una especie de misticismo contenido y un sentimiento amoroso que recorre las riberas de la existencia humana, todo ello expresado en un lenguaje cifrado, con un hermetismo mesurado y una retórica neobarroca que invita a la constante decodificación.




LA MUÑECA DE TRAPO
NOVELA
OSCAR SIERRA











I
Despertó .Hizo un ademán de cansancio y bostezó. Se puso de pie. Se quitó la bata y se posó frente al espejo del baño. Tomó la pasta de dientes, la apretó con cuidado, rellenó el cepillo y se restregó los dientes con sutiliza, al mismo tiempo pensó en los días que vivió con ella junto al mar. Se acordó el día que se marchó. Se puso triste con miradas desorbitantes, la abrazó con fuerza. Pensó ---“¿no sé cuando volverá?”.La mujer con sus labios rojos sonrió con un gesto de pesimismo-le dijo susurrante en los oídos. La muchacha se incrustó la cartera de piel de lagarto en el hombro como psicodélica, lo apretujó aligerada sin pronunciar palabras.
---“¡Vos sabés broder que  ella me amó demasiado! Se marchó sin decirme nada, ¡todavía la espero!---expresó tambaleándose en la silla con una mirada eufórica clavándola en el rostro cicatrizado de José—contestó  desequilibrante  e impávido–“¡Mirá Penelio Ulises!, ¡la mujeres no le pertenecen a nadie!, ¡renunciá a ese recuerdo que esta torturando la mollera!-le dijo Charli, lo miró ennegrecido por una lágrima que se reventó en la mejilla derecha y los destellos de luz pringando en la sala del bar. José  se levantó indiferente y de pronto se despidió de Ulises. Penelio con una sonrisa enmarañada de nostalgia .Charli culminó el último trago de cerveza, se la empinó atragantado y aligerado.
---“¡Espérame!”-le dijo precipitado con virajes en zigzag. Enredado avanzó hasta alcanzarlo en la salida del bar.
“Cuando llegué a donde doña Petrona, encontré a Concho tirado a los pies de la vieja, con unas rayas de sangre saliéndole en la mollera. Ella me miró extraña señalándome con el dedo índice, echándome la culpa y hablando sola con las paredes. Llegué y no encontré a nadie, me asomé a la puerta y doña Petrona tirando los cantaros al suelo, golpeando la mesa, aligerada abría y cerraba la ventana. Me quedé tieso, calladito sin mover ni un pelo, con una temblazón en las patas. Se acercó a mi queriéndome macanear. Ella pegó un brinco de burro chúcaro, endemoniada me siguió hasta que salí de la casa.
¡Apúrese Ulises! ¡Al muerto lo están llevando al hospital!-le dije
¿Cómo lo van a llevar al hospital si esta muerto?-soslayó
“Es qué esta en estado de coma, ¡es decir moribundo, pué!, lo que no se sabe a que se debe, lleva un dolor de panza, a saber si ya llegaron. En la otra cuadra se palmó el compa Pancho, le metieron un tiro en la cabeza y ahora esta en la raya de la pelona el primo Mamerto, se pusó un lazo en el pescuezo y dicen que daba vueltas, hasta que se salió la lengua y los ojos payulos, brotados viendo el vacío”
“Me hice el pendejo y fui a dar a donde la comadre Priscila, le toqué la puerta varias veces, casi derribándola, nadie me escuchó, nadie salió y, es que con la comadre Priscila fuimos uña y carne, ahora que murió el compi, esta triste, no habla con nadie encerrada en el dormitorio. Cuando entré a la casa por el otro lado, detrás por la cocina, cerca del jardín, me colé a escondidas cuando escuché que gente al fondo cuchicheaban en voz baja. Me asomé, asombrado al ver el cuerpo suave de la comadre, erizada en la rectitud de la cama, sus ojos dormidos clavados en el cielo del techo y las voces seguían chocando en las paredes. Miré hacia todos lados, ¡Vi le juro por mi madrecita!












Breve monografía  bibliográfica sobre la literatura hondureña en el sur
(Valle y Choluteca)
[1]Oscar Fernando Sierra Ordoñez
La literatura Hondureña en el sur
La literatura hondureña  tiene como referente cierto periodo neoclásico  en la que sobresale  la obra ensayística del intelectual José Cecilio Del Valle, nacido en la villa de Xerez (1777,22 de noviembre). Se han escrito una variedad de estudios monográficos sobre los aportes políticos e intelectuales que hizo en los momentos de la independencia. Se conoce la visión epistemológica que tenía de la ciencia histórica. Ramón Oqueli, historiador hondureño profundizó en la obra de José Cecilio del Valle. El distinguido escritor Julio Escoto realizó un estudio sobre la ética planteada por J.C.D.V.
En el modernismo se muestra como un momento y una escuela estética fundada por Rubén Darío en 1888 con su obra “Azul”, en la que sobresalen poetas como Alfonsina Storni, Edelmira Agostini, Gutiérrez Nájera, Francisco Gavidia, Amado Nervo, Blanco Fombona, José Martí. En Honduras sobresalen los modernistas Froilán Turcios y Juan Ramón Molina con temas de índole romántica.  
En el sur de Honduras sobresale el poeta Ramón Padilla Coello con su obra poética “Alcázar de Cristal” (1936) con  un prólogo escrito por el poeta Manuel Arita Palomo, publicado  5 años después de su trágica muerte. Obra de timbre modernista donde se luce con brillantez el soneto convertido en Pegaso, la odisea de la tenebrosa forma de ver el mundo, la musa convertida en diosa, en virgen, en estrella lejana, el ósculo en el perfil de un poeta que no se cansó de cantarle a la existencia, a la vida, y de sorpresa la muerte la tenía en sus pupilas.
 
 
 
 
 
 
En la narrativa regionalista se marca como cuentista Eliseo Pérez Cadalso (El Triunfo, Choluteca, 1922) que pertenece a la generación de Víctor Cáceres Lara y Arturo Mejía Nieto. Sobresale con su obra principal “Vendimia” (poesía, 1943), “Cenizas” (cuentos, 1955), “Achiote de la Comarca” (cuentos, 1959), “EL rey del Tango”,1980), también cultivó el género ensayo sobre la obra de Juan Ramón Molina.
En los años noventa surge una asociación literaria “Ramón Padilla Coello” en la que sobresalen poetas: Alexis Laínez, Marcos Laínez, Enoc Flores, Rosendo Chávez, Enrique Ordóñez, Napoleón Mejía y Rony Bonilla.Publican una antología “El Otro Horizonte” (Guaymuras ,1994) con introducción del critico hondureño Arturo Alvarado.
 1999 se publicó  “La palabra Compartida” en la cual esta dividida por dos poemarios “Soledades como Pájaros Heridos” de Alexis Laínez y “Vendimia intemporal” de Marcos Laínez.
 
En la narrativa vanguardista
En el cuento  y la novela
A mediados de los “ 90” , es decir  en 1996 Rony F. Bonilla publica su primer libro de cuentos “Atta y otros cuentos” con notas prologadas por Arturo Alvarado. En cuyo libro has sido comentado por la crítica nacional Helen Umaña. En el año 2002 publica el segundo libro de cuentos “Bajo el sol del Mediodía”.  En el 2003 Carlos Ordóñez publica sus cuentos bajo el nombre “Sin Sueños”. El poeta José Javier Martínez publica “Cuentos Ecológicos” (2003).
 En la narrativa en el género novela se publica “El silencio quedó atrás” del profesor Ciriaco Rodríguez Lezama en la que publica su segunda novela el 2005 “sueño de un inmigrante”.  En este mismo año el poeta Alexis Laínez publica su primera novela “La mina un paralelo de Bestias y Hombres”.  En el año 2008 a finales de noviembre sale a luz la publicación el libro de cuentos de Glenn Lardizábal “Tentando el vacío” (verbo editores) con el comentario del poeta Oscar Amaya Armijo.  Alfredo Guevara “Tras la fragua del cuento” (2008, verbo editores).
También Alexis Laínez publicó el libro de cuentos “Días de miseria y de gloria” (2010, infinito editores). Se publica en el 2010  la novela “La parábola del Gusano” (verbo y ágora editores)  y “El Ojo de Yerex” ambas novelas de Oscar Sierra.  El escritor Rony Oniel Salgado publica “El Espía y otros cuentos” (ágora editores, 2010).
En la poesía vanguardista
Carlos Ordóñez publicó en esta misma década su poemario “Llanto alrededor” con notas de Eduardo Bahr. En el 2005 el poeta Alexis Laínez publica su libro poético “Sangre a media luz” bajo el sello de la editorial “Guardabarranco”. El año 2008 el narrador Rony Bonilla publica su primer poemario con prólogo de Galel Cárdenas “De la muerte al Amor”(editorial Guaymuras,2008). En este año 2010 el joven Oscar F. Sierra publica “Diapasón de Angustia” con nota del poeta hondureño Javier Vindel y publicación bajo la responsabilidad del poeta y ensayista Segisfredo Infante del editorial Universitaria. Otra obra poética sobresaliente “Estrellitas de Jabón” (2010, ágora editores) de José Javier Martínez y del poemario “Al Margen de la Sombra” de Enrique Alexander Ordoñez (2010,agora editores).
En el género ensayístico Rony Oniel Salgado que ha publicado   un ensayo sobre  la obra poética de Lety Elvir “Luna que no cesa”. Oscar F. Sierra ha publicado ensayos en forma de prólogos “La temática social” en “Sangre a media luz” de Alexis Laínez en el 2005, “La cortesana” de Alberto Destephen en el 2008, “La semiótica del poética del correo de Míster Job” de Segisfredo Infante 2008, “La narrativa de Nery Gaitán” publicado en la tribuna cultural en el 2008, sobre  “Color Cristal” (2010,verbo editores)de la escritora Melisa Merlo 2009, “En el sueño de la sombra”   del narrador  Elvin Murguía. Oscar Sierra ha escrito más ensayos sobre la obra de Alberto Destephen “Cantos y rugidos de Pájaros (2010).
 

[1] Ha publicado las novelas: “La Parábola del gusano”, “El Ojo de Yerex” y el poemario “Diapasón de Angustia”.