viernes, 19 de noviembre de 2010

De la novela "La lentitud" de Milan Kundera,capitulos que de manera breve sintetizan el mundo.


LA LENTITUD




MILAN KUNDERA

MILÁN KUNDERA


















                                    LA LENTITUD

Traducido del francés por Beatriz de Moura


 
1
Se nos antojó pasar la tarde y la noche en un castillo. En Francia, muchos se han con­vertido en hoteles: un espacio perdido de ver­dor en una extensión de fealdad sin verdor; una parcela de alamedas, árboles y pájaros en medio de una inmensa red de carreteras. Voy conduciendo y, por el retrovisor, observo un coche que me sigue. El intermitente izquierdo parpadea y todo el coche emite ondas de im­paciencia. El conductor espera la ocasión para adelantarme; aguarda ese momento como un ave de rapiña acecha un ruiseñor.
Vera, mi mujer, me dice: «Cada cincuenta minutos muere un hombre en las carreteras de Francia. Mira todos esos locos que conducen a nuestro alrededor. Son los mismos que se muestran extraordinariamente cautos cuando asisten en plena calle al atraco de una viejecita.
¿Cómo es que no tienen miedo cuando van al volante?».
¿Qué contestar? Tal vez lo siguiente: el hombre encorvado encima de su moto no puede concentrarse sino en el instante pre­sente de su vuelo; se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra mane­ra, está en estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer, nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo, porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer.
La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser ve­loz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se en­trega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí mis­ma, velocidad éxtasis.
Curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta, especie de apparatchik del erotismo, que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra «orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano pro­yectado en la vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito a un obstá­culo que hay que superar lo más rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y del universo.
¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgaza­nes de las canciones populares, esos vagabun­dos que vagan de molino en molino y duer­men al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que con­templan las ventanas de Dios no se aburren; son felices. En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación, lo cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se abu­rre, busca constantemente el movimiento que le falta.
Miro por el retrovisor: siempre el mismo coche que no consigue adelantarme por culpa del tráfico en sentido contrario. Al lado del conductor va una mujer; ¿por qué el hombre no le cuenta algo gracioso?, ¿por qué no des­cansa una mano en su rodilla? En lugar de eso, maldice al automovilista que, delante de él, no avanza lo bastante rápido; tampoco la mujer piensa en tocar al conductor con la mano, conduce mentalmente con él, y ella también me maldice.
Entretanto pienso en aquel otro viaje de París a un castillo en el campo, que tuvo lugar hace más de doscientos años, el viaje de Madame de T. y el joven caballero que la acom­pañaba. Es la primera vez que están tan cerca el uno del otro y la indecible atmósfera de sensualidad que les envuelve nace precisa­mente de la lentitud de la cadencia: mecidos por el movimiento del carruaje, los dos cuerpos se rozan, primero sin querer, luego querién­dolo, y se traba la historia.

 
2
En una novela corta, Vivant Denon narra lo siguiente: un gentilhombre de veinte años está una noche en el teatro. (No se mencionan ni su nombre ni su título, pero me lo imagino caballero.) En el palco de al lado ve a una dama (la novela nos da tan sólo la primera letra de su nombre: Madame de T.); es amiga de la con­desa de la que es amante el caballero. Madame de T. le propone que le acompañe después del espectáculo. Sorprendido por este comporta­miento decidido y tanto más confundido cuanto que conoce al favorito de Madame de T., un tal Marqués (nunca sabremos su nom­bre; entramos en el mundo de lo secreto, allí donde no hay nombres), el caballero, sin en­tender nada, se encuentra en el carruaje al lado de la hermosa dama. Tras un viaje grato y pla­centero, el carruaje se detiene en el cam­po ante la escalinata del castillo, donde, som­brío, les recibe el marido. Cenan los tres en una atmósfera siniestra y taciturna; luego, el marido les ruega que le excusen y los deja a solas.
En ese momento empieza la noche para ellos: una noche compuesta como un tríptico, una noche, un recorrido en tres etapas: pri­mero pasean por el parque; a continuación ha­cen el amor en un pabellón; y, por fin, siguen amándose en una alcoba secreta del castillo.
Al alba, se separan. Al no poder encontrar su habitación en el laberinto de pasillos, el caba­llero vuelve al parque, donde, sorprendido, en­cuentra al Marqués, el mismo que él sabe que es amante de Madame de T. El Marqués, que acaba de llegar al castillo, le saluda alegre­mente y le cuenta la razón de la misteriosa invitación: Madame de T. necesitaba una ta­padera para que su marido no sospechara del Marqués. Satisfecho de que la mistificación haya salido bien, se mofa del caballero obli­gado a cumplir tan ridícula misión de falso amante. Este, cansado tras la noche de amor, vuelve a París en la calesa que le ofrece, agra­decido, el Marqués.
Con él título de Point de lendemain, la no­vela se publicó por primera vez en 1777; el nombre del autor fue reemplazado (ya que nos encontramos en el mundo de lo secreto) por siete enigmáticas mayúsculas: M.D.G.O.D.R., en las que, si se quiere, podría leerse: «Monsieur Denon, Gentilhombre Ordinario Del Rey». Más tarde, con una tirada reducida y del todo anónima, volvió a publicarse en 1779, antes de reaparecer al año siguiente con el nombre de otro escritor. Nuevas ediciones vie­ron la luz en 1802 y en 1812, siempre sin el verdadero nombre del autor; por fin, después de caer en el olvido durante casi medio siglo, volvió a aparecer en 1866. A partir de enton­ces, se le atribuyó unánimemente a Vivant Denon y, a lo largo de nuestro siglo, fue cose­chando cada vez mayor gloria. Hoy se sitúa entre las obras literarias que parecen represen­tar mejor el arte y el espíritu del siglo XVIII.


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